Andrea Cote (Colombia) es autora de los libros de poemas: Puerto Calcinado (2003), Cosas Frágiles (2008), La Ruina que Nombro (2015), En las praderas del fin del mundo (2019) y del libro objeto Chinatown a toda hora. Su poesía reunida Fervor de tierra fue publicada en Tusquets en 2024. Ha publicado además los libros en prosa: Una fotógrafa al desnudo: biografía de Tina Modotti (2005) y Blanca Varela o la escritura de la soledad (2004). Compiló la Antología de Mujeres poetas colombianas Pájaros de Sombra (2019). Es doctora en literatura hispanoamericana en la Universidad de Pennsylvania. Ha obtenido los reconocimientos: Premio Nacional de Poesía de la Universidad Externado de Colombia en el año 2003, Premio Internacional de Poesía Puentes de Struga (2005), Premio Cittá de Castrovillari Prize (2010) a Porto in Cenere, versión italiana de Puerto Calcinado y International Latino Book Award, 2020 a la mejor antología poética. En 2015 apareció la versión francesa de Puerto Calcinado; en 2024 apareció la versión italiana de La ruina que nombro (La Rovina che nomino. Obtuvo el Premio de Poesía Casa de América en 2024 Otros textos suyos han sido traducidos al inglés, francés, alemán, catalán, italiano, portugués, macedonio, árabe, polaco, griego, ruso y chino). Ha sido invitada a participar en importantes Festivales de poesía y Ferias del libro en Rusia, Italia, España y varios países de latinoamerica. Tradujo al español a los poetas Jericho Brown, Tracy K. Smith and Kahlil Gibrán. Es profesora de poesía de la maestría bilingüe en escritura creativa de la Universidad de Texas en El Paso.
Antes del tiempo, incluso, teníamos ya el calor, dios implacable, este calor nuestro -que después de todo es un don- El calor que arriba y debajo de las cosas es un camino directo de todo cuerpo al presente, al tiempo detenido de quienes se tumban boca arriba buscando aire en la propia respiración y acomodando las sienes sobre el silencio, que puede ser frío como una brisa.
Nuestro paisaje, convulso y agreste, lleno de grietas sedientas. Nuestra roja materia, nuestro sopor, está enraizado en un río enorme que todo lo ha visto, arrancado y traído de vuelta. La singular circunstancia de haber nacido a orillas del Río Grande de la Magdalena actúa como un mandato. En el centro de lo que somos están las formas extremas del territorio, nuestra sed, la raíz que es un río, la flor que es un barranco. Este lugar que es tan único, y tan difícil de contar, ha hecho que andemos el mundo y sus rincones por buscar palabras exactas con las qué regresar a él, aunque sólo sea en nuestros libros.
Yo nací y crecí en la zona del Magdalena medio, en una ciudad de altas temperaturas llamada Barrancabermeja. Las clases en mi pueblo empezaban después de las 6 de la mañana, salíamos de casa antes del amanecer. Lo hacíamos de esa forma para volver antes del mediodía, nos movíamos alrededor del calor, le dábamos vueltas como si fuera una presa, mirándolo desde todos los ángulos, estudiando cómo poder someterlo. Ya para entonces nuestro sistema de relación con el lenguaje era otro, el anhelo por la brisa también era otro, y aunque la gente nos decía cosas como “no abra la ventana para que no se salga el aire”, nuestra sed de horizonte no nos dejaba quedarnos dentro de las casas o de las convenciones.
Recuerdo perfectamente el día en que regresando de esa escuela la guerra cruzó la calle conmigo, me encontré con el funeral simbólico de un grupo de madres que en la avenida del ferrocarril tendió un grupo de ataúdes vacíos y blancos. Yo ya sabía de la guerra, un golpe en la oscuridad, la semilla del desamparo en la noche de la infancia. Pero hasta ese día nunca había visto la escena del dolor sin cuerpo. De esa desgracia sin forma nacieron los primeros poemas de mi libro Puerto Calcinado.
No creo que exista un solo escritor o artista colombiano que no esté atravesado por el fuego de la pregunta por cómo contar nuestra violencia, sin convertirla al hacerlo en un espectáculo o en una costumbre. De no haber visto los quiebres en la tierra roja, yo, al menos, no habría descubierto el asombro.
(Poemas de Fervor de Tierra, Tusquets, 2024)
La merienda
También acuérdate, María,
de las cuatro de la tarde
en nuestro puerto calcinado.
Nuestro puerto
que era más bien una hoguera encallada
o un yermo
o un relámpago.
Acuérdate del suelo encendido,
de nosotras rascando el lomo de la tierra
como para desenterrar el verde prado.
El solar en donde repartían la merienda,
nuestro plato rebosante de cebollas
que para nosotras salaba mi madre,
que para nosotras pescaba mi padre.
Pero a pesar de todo,
tú lo sabes,
habríamos querido convidar a Dios
para que presidiera nuestra mesa,
a Dios pero sin verbo,
sin prodigio
y sólo para que tú supieras,
María,
que Dios está en todas partes
y también en tu plato de cebollas
aunque te haga llorar.
Pero sobre todo
acuérdate de mí y de la herida,
de antes de que pastaran de mis manos
en el trigal de las cebollas
para hacer de nuestro pan
el hambre de todos nuestros días
y para que ahora,
que tú ya no te acuerdas
y que la mala semilla alimenta el trigal de lo desaparecido,
yo te descubra, María,
que no es tu culpa
ni es culpa de tu olvido,
que es éste el tiempo
y éste su quehacer
Casa de piedra
Era corriente
y deslucido
y mohíno
el ademán,
con que dábamos la espalda a la casa de piedra de mi padre
para ondear faldas floreadas
y de luz
en nuestro puerto desecado.
Por primera vez
y sin nodriza,
bordeábamos la arcada de la tarde,
todo para no ver
las manos de piedra de mi padre
oscureciéndolo todo,
apresándolo todo,
sus palabras de piedra
y cascarrina
lloviendo en el jardín de la sequía.
Y nosotras en fuga hacia calles blanqueadas
y farándula de mediodía
y ellos repitiendo
en la puerta de piedra:
catorce años,
falda corta,
zapatos rojos sin usar.
Éramos en avidez musical
y de fasto
y malabares,
ante la lustrosa acera,
antes de quedarnos paradas
y sin voz
para ver la desolada estampa,
la ruina.
Pues el silencio,
que no el bullicio de los días,
atraviesa.
El silencio,
que es que son treinta y dos los ataúdes
vacíos y blancos.
Puerto quebrado
Si supieras que afuera de la casa,
atado a la orilla del puerto quebrado,
hay un río quemante
como las aceras.
Que cuando toca la tierra
es como un desierto al derrumbarse
y trae hierba encendida
para que ascienda por las paredes,
aunque te des a creer
que el muro perturbado por las enredaderas
es milagro de la humedad
y no de la ceniza del agua.
Si supieras
que el río no es de agua
y no trae barcos
ni maderos,
sólo pequeñas algas
crecidas en el pecho
de hombres dormidos.
Si supieras que ese río corre
y que es como nosotras
o como todo lo que tarde o temprano
tiene que hundirse en la tierra.
Tú no sabes,
pero yo alguna vez lo he visto:
hace parte de las cosas
que cuando se están yendo
parece que se quedan.
Desierto
La tierra que jamás quiso tocar el agua
es el desierto que al norte está creciendo
como un estrago de luz.
Pero los hombres que han visto el despoblado,
su amplitud sin sobresaltos,
saben que no es cierto que la tierra esté reseca por capricho
o sin ninguna bondad,
es su manera de mostrar
lo que transcurre en claridad
y sin nosotros.
De ausencia
Es para el dios de lo deshabitado
que se alzan templos invisibles
en la borrasca del desierto.
Es para él
que los árboles enanos inclinan en la arena sus ramas
humildes,
fervorosas.
Es para que no te aferres
que existe un dios de la ausencia,
señor del desierto
y de las cosas que,
como la sombra,
existen por la fuerza de la luz que las rechaza.
Desierto rumor
Padre, madre, ya tengo el peso de un hombre.
Aquí es el puerto del primer día,
no escojan alimento para mí,
no vigilen mis pasos,
ya he desembarcado en mí,
soy solo.
Denme una hoja de eucalipto para el viaje,
un impreciso pronóstico del tiempo
la brújula quebrada que sólo marca norte,
un mendrugo de pan.
Desmantelen la habitación en que crecí,
abran fuego en la noche con mis mantas,
otórguenme el don del despojo.
De ser posible,
un momentáneo olvido.
Dispuesto estoy para partir
no ostento
otro peso que el nombre.
Visión
Casi todo era escombros,
árboles enanos,
piedra que nació quebrada
como si este fuera
el predio en que arrojaron
la pedriza que sobró después de hacer el mundo.
Esqueletos de barcos y ballenas,
soplando en el costado de todo lo que vive.
De este lado, madre,
No envío misivas que incluyan mi apellido,
-No lo preciso-
me he hecho uno con él,
y los que tienen temor de pronunciarlo me llaman “aquel”,
uno cuyo nombre es su rostro.
Noticias del abismo
Madre, padre
al cruzar la espesura de vacío
queda una cumbre,
hasta allí he subido
por traerles noticias del abismo.
Abran el pórtico,
díganle a ella que en la verja me reciba,
y trozo a trozo me desprenda de las botas
el rastro de cantera,
el polvo de animales muertos
que sin querer he arrastrado hasta su casa.
Traigo noticias del abismo
acéptenme el don de lejanía,
la malherida pureza de esta ofrenda,
el racimo en que perviven
las negras raíces
de todos los árboles
que faltan en el mundo.
En su destierro
Sobre el barranco
un breve crujir de cedro
se incorpora al aire.
El polvo se desprende de los marcos,
las terrazas y la acera se retuercen.
Los perros se estiran en la piedra
y los sacos de maíz van estallando por dentro,
y el campo y sus ramajes
van estallando por dentro.
Una neblina unánime,
del color de los huesos,
lo va cubriendo todo.
No cabe duda de que está llegando,
poderoso y soberano,
el calor,
la piedra clamorosa de su sed,
impregnando la tierra de vagidos.
El calor,
la habitación repleta de sonidos
que es el mundo cuando asido por el cuello
se despierta para oír el tránsito del cuerpo por la sangre.
Siente la sed que va sembrando el viento,
el aire que engorda por el agua,
cuya savia transparente
siembra hoyos en el vientre de la grama.
Escucha la semilla de los muertos
crepitando, el baldío, la pétrea rama,
la brisa inflamada por el vaho.
No interrumpas la antigua ceremonia
del aire sofocando el aire.