Seis días a lomo de mula

Por Amira Stillwell Cole

Traducción de Frances Simán

En la pasada primavera, casi aprendí a andar en bicicleta.

Aquellos que han tenido una batalla parecida comprenderán bien el valor exacto de la palabra casi. Yo trabajaba con ciertas dificultades en una de esas instituciones sagradas -un internado de señoritas- donde cualquier infracción de la ley espartana de la dignidad habría sido considerada menos perdonable que una indulgencia comparada a los siete pecados capitales.

Bajo esas circunstancias, mi agonía de mente y cuerpo se puede imaginar mejor que describir. Nunca imaginé una experiencia tan dolorosa de la vida, pero ya he aprendido sobre lo imposible de medir la resistencia y clasificar el sufrimiento.

Más adelante, cuando anuncié a parientes y amigos mi intención de establecerme en el interior de Honduras durante los próximos cinco años, me vi bastante abrumada por la lluvia de exclamaciones, reproches, predicciones funestas y sollozantes reclamos sin que ninguna hiciera vacilar mi resolución.

Les aseguré que el viaje era bastante sencillo: en vapor desde Nueva York hasta Colón, luego en ferrocarril a Ciudad de Panamá de donde se parte en vapor hasta Amapala, y después las montañas se recorren a lomo de mula.

Un amigo intentó inútilmente persuadirme, dibujándome espantosos cuadros de cómo sería mi vida con una piel estropeada, otro me aseguró que me iba a enterrar entre bárbaros, un tercero señaló las miserias del mareo causado por el movimiento del barco y la certeza de morir de alguna fiebre que seguramente me atacaría al solo llegar, y así ad infinitum.

Todo lo soporté con la mayor humildad, mostrándome serena, aunque con rabia por dentro. Les dije que me importaba más el carácter de mi vida que el bronceado de mi piel, que yo civilizaría a todos los bárbaros que encontrara, y puesto que otros habían soportado el mareo, yo también lo haría.

Sin embargo, hubo un primo bromista que se dio cuenta de un hecho, uno que me había atormentado considerablemente: iba a montar una mula. Me aseguró que si alguna vez yo hubiera intentado montar en bicicleta tendría una idea de lo que me esperaba. Con el corazón encogido pero con el semblante imperturbable, sonreí con superioridad y respondí que ya había aprendido a montar en bicicleta.

“Pues una mula es peor”, fue la respuesta que me dejó pasmada.

En ese momento no le creí, pero ahora pienso que debe estar divinamente dotado de un espíritu profético.

Llegó el día de zarpar, y con toda la seguridad e independencia de una típica joven estadounidense, me paré sola en la cubierta de un vapor y observé los rostros familiares de mis amigos desvanecerse en la distancia.

Dieciséis días más tarde, cuando estaba a punto de desembarcar en Honduras, me pregunté en voz alta por qué alguien habría de pensar que el viaje podría ser cualquier cosa menos placentero. Cada momento había sido encantador y había logrado escapar al mareo. Imagínense la sombra que se deslizó en la claridad de mi razonamiento cuando el capitán del barco, del que partía con tanto pesar, comentó con un sabio y misterioso movimiento de cabeza:

“Tal vez te darás cuenta cuando hayas estado durante seis días a lomo de mula”.

Un joven, considerablemente menor que yo, a quien había conocido bien cuando era un escolar en Estados Unidos, me había venido a encontrar junto a dos sirvientes y seis mulas. Mientras estaba de pie en la orilla y observaba cómo el barco partía, casi llegué a sentir como si este hubiera sido mi último contacto con la civilización.

Inmediatamente fuimos al hotel y me pareció el lugar más sucio que había visto en mi vida. Desde entonces he aprendido a discriminar muy bien entre los diferentes grados de suciedad.

Tuvimos que quedarnos dos días aquí porque Amapala está en una isla y uno debe ser llevado a tierra firme antes de continuar el viaje. El pequeño vapor que nos lleva no viene con regularidad y da igual que venga hoy o mañana, lo que es incluso preferible para los nativos de la costa.

Apenas podíamos creer lo que contemplábamos cuando por fin surcamos la bahía hacia nuestro destino esperado, unas dos horas y media después de que los dueños de la lancha nos avisaran que estaban listos para partir.

Con todo el calor del sol tropical del mediodía, nos detuvimos dos horas más tarde en La Brea, y descendimos en una playa de arena detrás de la que se encontraba un almacén y unas pocas cabañas de adobe. Almorzamos en la oficina del almacén, y en seguida me di cuenta de que había llegado el inevitable momento de montar la mula.

Con el corazón palpitando aceleradamente, me dirigí afuera, donde encontré a un buen grupo de nativos curiosos, y entre ellos estaba la antagonista con la que iba a librar una guerra tan inusual: una bestia de aspecto amable, atrapada alegremente en una hermosa silla de montar de cuero rojo y tostado, debajo de la cual había su respectivo paño de terciopelo.

Con un grado de satisfacción algo tranquilizador, noté que era lo suficientemente grande como para cargarme y, sin embargo, tan pequeña que una caída desde su altura no podía ser del todo fatal. Lo que más noté y me preocupó fue el hecho de que la silla de montar estaba hecha para el lado derecho en lugar del izquierdo, y luego imaginé que la esperanza de que una ligera experiencia a caballo diez años antes me sirviera un poco ahora, resultaría simplemente inútil. Estaba a punto de embarcarme en un mar desconocido, sin una carta de navegación que me guiara.

Mientras tanto, habían traído una silla baja, sobre la cual me apoyé preparándome para subir a la mula. Justo en ese momento me sentí tan acobardada que no estaba segura de dar el siguiente paso.

“Vincent, no puedo hacerlo”.

“Tienes que hacerlo”, fue su respuesta poco compasiva, y al verme vacilar, agregó: “No se puede caminar, y esta es la única manera”.

Eso selló la disputa. De pura desesperación apreté los dientes, cerré los ojos y salté, recordando que “todo lo que sube debe bajar” en algún lugar y poco me importaba dónde.

Aun así, apenas conservo un nítido recuerdo del asombro que sentí cuando descubrí que realmente había arribado al lugar correcto. Desde entonces mi stock de autoestima ha ido en aumento.

No tardamos en comenzar alegremente, pronto me acostumbré al movimiento y me gustó. Si tan solo mi primo hubiera podido presenciar mi triunfo, mi felicidad habría sido completa.

El camino se extendía sobre una llanura aterciopelada, y seguimos cabalgando durante un par de horas. El único incidente que me impresionó increíblemente fue que casi dejo mi cabeza encaramada sobre una pesada rama que colgaba de un árbol. Pasado este peligro, no se presentó ningún otro que perturbara nuestro tranquilo viaje, y hacia el final de la tarde, cabalgamos hacia Nacaome, el pequeño pueblo donde íbamos a pasar la noche.

Luego de desmontar en la entrada de una casa de adobe, con puertas hospitalariamente entreabiertas, nos invitaron a entrar, y nos condujeron a una gran habitación vacía, con un piso de baldosas, con techo apenas de tejas, y que disponía de dos sillas, dos camas y una mesa. No había ventanas, sólo dos grandes puertas, una a cada lado de la esquina, que permitían entrar la luz y el aire, y a un lado de la habitación una puerta más pequeña conducía a otro apartamento, porque esta era una casa de una dimensión inusual.

La cama de los nativos es algo único, y tal vez no venga mal describirla. Una cama simple, alta, de madera, como la que vemos a veces en las granjas más anticuadas, primero tiene cuerdas o fajas de cuero sobre las que se coloca un trozo de petate o, en algunos casos, cuero: este último es un signo de lujo.

Durante el día presenta esta apariencia, pero por la noche se le agrega una almohada dura. La mujer nativa se mete en una sábana y se acuesta en el petate para dormir plácidamente y soñar tan dichosa, así como esperamos que lo haga su hermana favorita que se reclina en un sofá suave bajo una colcha de seda.

No tuve la oportunidad de probar la comodidad de esta cama en su estado primitivo, porque nuestros sirvientes habían traído todo lo que podría hacer nuestras habitaciones más cómodas si hubiera alguna base sobre la cual construir.

Había una hamaca colgada en la habitación, y descubrí que nunca me había detenido a observar una con cuidado. Incluso una joven veraniega con todos los ensueños románticos de “rincón sombreado, murmullo del arroyo”, etc., no puede hacerse una idea de la placidez que llena el alma al abandonarse en el lujoso abrazo de una hamaca después de unas horas de paseo en mula. Un amigo que había sobrevivido a la experiencia que yo estaba comenzando, me había advertido que no pensara que la muerte estaba casi al final del primer día, así que me quedé allí tratando inútilmente de convencerme de que estas eran solo sensaciones normales y ordinarias y que no me harían desistir.

Reflexionando así caí en un agradable sueño del que me despertó un terrible trueno y un diluvio como nunca había visto. Siempre me habían disgustado los relámpagos, pero el “espectáculo pirotécnico” que presentaba la naturaleza desafiaba mi más entusiasta admiración. Cuando terminó la lluvia nos llamaron a cenar y poco después nos retiramos a dormir, yo ocupando una de las camas en la gran sala, una de las mujeres de la casa en la otra, y el pobre Vincent fue relegado a una hamaca colgada en la habitación contigua donde dormía toda la familia: hombres, mujeres y niños.

Pronto me desentendí de mi entorno y, así como hacen los cronistas, concluyó la historia del primer día.

Al despertar a la mañana siguiente, descubrí que estaba bastante descansada y muy dispuesta a continuar el viaje, que prometía un día particularmente glorioso.

Salimos alrededor de las siete y media, habiendo montado mi corcel con un poco más de agilidad que antes. En realidad, mejoré tan rápido en este aspecto antes de que terminara el viaje, que mi compañero, en un estallido de entusiasmo juvenil, comentó que yo podía “ganar cinco dólares al día en el show de Buffalo Bill”. ¡Qué riqueza incalculable podría haber sido mía si este talento no hubiera estado dormido durante tanto tiempo!

Aproximadamente a media milla de nuestro punto de partida llegamos a un río que se había dividido formando dos brazos, y ambas divisiones habían crecido tanto durante esa temporada de lluvias que atravesarlas parecía muy arriesgado, considerando especialmente mi inexperiencia.

Un indio que vivía en la orilla nos aconsejó que fuéramos más abajo y cruzáramos el gran río en una canoa. Él nos acompañó como guía, y cuando llegamos al lugar donde debía estar la canoa, ¡resultó que esta se encontraba al otro lado del río!

Luego se produjo una serie de chillidos y gritos que me hizo temer por la seguridad de mi cuero cabelludo y miré furtivamente a mi alrededor buscando una veintena de nativos sedientos de sangre surgiendo de una emboscada. Pero cuando mis temores se habían apaciguado, comprendí que era nuestro guía que simplemente estaba llamando al barquero de enfrente.

Sus esfuerzos fueron inútiles, y con un torrente de elocuencia que mi limitado conocimiento de las blasfemias nunca me permitiría traducir a un inglés sencillo, se enrolló los pantalones, tomó el cabestro de mi mula y sin pensarlo dos veces se zambulló en el agua para dirigirse a la otra orilla.

En algún momento dejaré constancia de cuánto tiempo uno puede contener la respiración. Durante el tiempo que estuvimos resbalando y deslizándonos sobre las piedras, a veces buscando inútilmente un punto de apoyo y luchando con dificultad contra la corriente, no necesitaba oxígeno en absoluto, pues me sostenía viva el terror y la idea de quedar sepultada en el agua. Sin embargo, ese no iba a ser mi destino, y escapé para soportar mayores pruebas y deleitarme con experiencias mucho más maravillosas.

Después de llegar a tierra firme, cabalgamos una y otra vez sobre una llanura similar a la que habíamos atravesado la tarde anterior. Luego llegamos a un pequeño arroyo que fluía a través de nuestro camino, tan pequeño que apenas se notaba, pero para mi sorpresa, mi mula se opuso férreamente y de forma repentina a mojar sus patas, que estuve a punto de caerme, y tuve que indagar sobre la causa de su conducta. Simpaticé un poco con ella cuando descubrí que el hermoso riachuelo azul claro estaba formado por agua caliente y humeante, cercano a la salida de un hirviente manantial. Al final pudo más mi voluntad y cruzamos el agua, que estaba tan caliente que se podía cocer huevos en ella.

Mientras cabalgábamos en silencio, yo observaba las lagartijas de colores que surgían a nuestro paso, maravillándome del tamaño que alcanza el cactus en estos climas, y complaciéndome en muchas comparaciones, no odiosas, me sorprendió de repente un estruendo que aparentemente procedía de un grupo de árboles justo delante de nosotros. Eran tales los gemidos y chillidos como si todo el mundo civilizado estuviera entregando el alma en los últimos estertores de su agonía al deleite especial de innumerables caníbales, cuyos gritos y aullidos de evidente placer podían ser también claramente escuchados.

Aterrorizada miré a mi compañero, aunque él parecía del todo imperturbable.

-”¿Qué es?”, le susurré con voz ronca.

-”Carretas”, respondió presuroso.

Y las carretas parecían ser de un tipo y una clase completamente desconocidas para mí. Las ruedas eran rodajas de troncos de árboles, cortadas diametralmente, en cuyo centro habían perforado agujeros para introducir los ejes.

Creo que para lograr plenamente la hazaña de combinar un carro de dos ruedas con una caja de música debieron haber usado aceite de queroseno para engrasar los ejes. Y más por el profuso sonido de los lamentos humanos, que debo lamentar siempre que Milton no hubiera escuchado antes de describir los sufrimientos de las almas perdidas en el purgatorio. Los gritos diabólicos de alegría eran sólo amorosas palabras de coraje dirigidas por los jinetes a los pacientes bueyes que tiraban de los carros crujientes, retumbantes y rodantes sobre los caminos ásperos e irregulares.

Afortunadamente nos alejamos de ellas lo más rápido que pudimos, hasta donde nuestros oídos no podían escucharlas.

A mediodía los sirvientes aún no nos habían alcanzado y, como teníamos mucha hambre, nos detuvimos en una choza que estaba en el camino para disfrutar de la hospitalidad que el lugar pudiera ofrecernos.

Debo confesar que no parecía particularmente atractiva. Un anciano, cuyo atuendo completo consistía en unos pantalones y un sombrero, se sentó afuera de la puerta, en el centro estaba un grupo de mujeres y niños escasamente vestidos, mientras que alrededor de ellos había un desorden de pizotes, cerdos, gallinas, patos y gatos.

Del indio de Honduras puedo asegurar que no importa cuál sea su grado de suciedad, pobreza, desnudez o inteligencia, nunca duda ni un instante en acoger a un extraño y compartir con él todo lo que tiene.

Fue quizás esta novedosa y espontánea bondad, sumada a mi más que perfecta disposición a resistir separarme tranquilamente de mi mula, lo que me indujo a bajar y entrar en esa casa con todo mi amor innato por la limpieza y la elegancia llorando dentro de mí.

Continuará…

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