EN la extensa temporada navideña que desemboca el día 6 de enero de cada año, percibimos toda clase de sonidos, incluyendo los del “silencio”, que son como una pausa entre un ruido agradable y otro ruido desagradable. Pues lo difícil de percibir en el ambiente es el lenguaje de lo fraterno, en un mundo cada vez más desolado por la infinidad de problemas que se presentan cada semana.
Cada cual anda metido en sus asuntos y poco le interesan los problemas de los demás porque los ve insignificantes comparados con los suyos. O simplemente porque ha asumido aquella faceta de la descomunicación humana. No deja de ser divertido que incluso en las fiestas navideñas todos los familiares estén como “chupados” con sus aparatos telefónicos mensajeando posiblemente con desconocidos o personas muy lejanas, enviando trivialidades o detalles intrascendentes. Hay gente que incluso les toma fotografías a sus platos de comida con el objeto de impresionar a los posibles receptores al otro lado del aparato celular.
La mayoría de la gente que celebra la “Navidad” pierde de vista que se trata de la conmemoración simbólica del nacimiento de Jesucristo: Luz inefable de la hermandad entre todos los seres humanos de la Tierra. Olvidan que es el momento crucial de reconciliarse con los familiares con quienes se ha reñido; o de abrazar al vecino que durante meses y semanas hemos dejado de saludar. Pero probablemente es el momento más apropiado de acordarse de los menesterosos (niños, hombres y mujeres) que en situación de calle pernoctan entre los brazos del hambre, la soledad y la infraternidad, con la única opción de buscar en donde calentarse las manos y de paso contemplar las estrellas.
Hay que reconocer que en diversos puntos del planeta existen organizaciones que recolectan alimentos y juguetes con el fin de auxiliar a los más necesitados, ya sea en el curso del año y sobre todo en las largas temporadas navideñas. Pero esas organizaciones, especialmente de los países desarrollados, son poquísimas y sus brazos son cortos al momento de pretender ayudar a los que se encuentran más lejanos. Sin embargo, son plausibles sus acciones caritativas, que ojalá todos imitásemos de alguna manera. Nada cuesta compartir un almuerzo, una taza de café con pan o una cena con los menesterosos que viven cerca de nuestros vecindarios. O tal vez no son menesterosos pero subsisten en la soledad más absoluta abandonados por sus amigos y familiares, así que también requieren de un saludo cálido y de una invitación aunque sea esporádica.
En países atrasados como Honduras existen los asilos de ancianos que también suelen experimentar la soledad o la ausencia de murmullos fraternos. La alegría se ha alejado de sus rostros como si nunca hubiesen tenido familiares y amigos. Sin embargo, por lo menos tienen acceso a un mendrugo de pan y a los tres tiempos de comida, cuando los patrocinadores de buena voluntad se acuerdan de sus compromisos morales para con estas humildes personas desvalidas y solitarias, que merecen vivir y morir con dignidad.
Nadie, en su sano juicio, puede criticar la alegría navideña; alegría que por regla general sólo experimentamos una vez al año, a pesar de las abundancias o precariedades de cada sociedad. Tenemos derecho de alegrarnos al recordar el nacimiento de Jesús de Nazareth, el Hombre más amoroso del mundo. Y además recibir el Año Nuevo. Por eso mismo es una especie de obligación moral compartir un abrazo, un nacatamal o un pedazo de pastel con los amigos, conocidos y por lo menos con un par de menesterosos.