Por Amira Stillwell Cole
Traducción de Frances Simán
II parte
Una sola puerta conducía a la única habitación donde había camas, mesa, silla, cajas y, ¡oh, felicidad! una hamaca, que, aunque estaba sucia, agradecí ocupar. Ninguna ventana iluminaba la oscuridad del lugar ni ofrecía por lo menos un soplo de frescura. El suelo era de tierra compacta y estaba tan sucio que era un paraíso perfecto para enjambres de pulgas y otros insectos.
Vincent mató un pollo que luego una de las mujeres cocinó, un procedimiento que una mujer india puede realizar con mayor celeridad y éxito que cualquiera que yo haya conocido hasta ahora. El ave estuvo simplemente deliciosa y, acompañada de huevos duros y tortillas, sirvió para apaciguar nuestros cuerpos hambrientos, y lo compartimos con tanto regocijo, a pesar del entorno algo desagradable.
Después de que nuestras mulas terminaran de comer su pasto, proseguimos nuestra ruta. Considerando la avidez con que esos pequeños insectos de aspecto inofensivo, conocidos aquí como pulgas, se habían apoderado de mí como su nuevo y delicioso bocado, no me preocupó huir de ellos y el movimiento de la mula pareció aplacar la horrible irritación que pude sentir por “todas partes”.
Durante la tarde bordeamos el pueblo de Pespire y luego pasamos por caminos sombreados que atravesaban un terreno que gradualmente se volvía más ondulado.
No pasó mucho tiempo antes de que descubriéramos que una lluvia repentina, tan común en los países tropicales, caía sobre nosotros y con toda probabilidad esperábamos agradablemente empaparnos.
No nos equivocamos en nuestra conjetura, porque el agua comenzó a caer a torrentes en poco tiempo. Con una mano sostenía mi paraguas para protegerme la cabeza y los hombros, y con la otra guiaba a mi mula.
Antes de que cesara la lluvia llegamos a una casa donde Vincent me informó que tendríamos que esperar hasta la mañana para encontrar alojamiento.
Tres mujeres estaban sentadas frente a la casa al abrigo del techo saliente, una fumaba un cigarrillo y las otras dos desgranaban maíz. Había ahí una hamaca que colgaba; dos sillas, un banco y una mesa completaban el mobiliario de esta habitación exterior.
Mulas, cerdos, perros y gallinas vagaban a su antojo en el patio de enfrente, que estaba lodoso, reluciente y apestoso.
Mi corazón se me encogió más que nunca, pero haciendo acopio hasta donde pude de mi determinación de aguantar sin importar lo que sucediera, bajé de mi mula, rígida, tullida, mojada y con frío, y me senté en la hamaca preguntándome cuánto más podría soportar.
No habíamos visto a nuestros sirvientes desde la mañana, y empezamos a sentirnos un poco preocupados recordando el río y la lluvia, pero nos consolaba pensar que las mulas pesadamente cargadas no podrían viajar tan rápido como lo habíamos hecho nosotros.
Apenas nos habíamos acomodado en este refugio cuando un hombre cabalgó hasta nosotros, aparentemente “el señor de la casa”. Tendría unos cincuenta años, más blanco que las mujeres, y tenía un bocio horrible, afección que también padecía una de las muchachas, su hija, y que parecía ser bastante común en la comunidad.
Una breve explicación de la guapa fumadora de cigarrillos, quien, aunque no era su esposa, parecía ser la dueña de la casa, lo dejó aparentemente satisfecho, y luego tomó nuestra presencia como algo normal.
Se sentó en la silla junto a la mesa, su cena de frijoles negros, carne, queso y tortillas fue traída y servida sin que hubiera cuchillo o tenedor, y luego se dirigió a nosotros para entretenernos.
A pesar del panorama y los olores desagradables, volvimos a sentir mucha hambre y, como nuestros hombres aún brillaban por su ausencia, nos alegramos mucho de tomar los huevos, las tortillas y el café que nos dieron. Cierto es que muchas veces, durante esos seis días, comí y saboreé comida en lugares donde, en circunstancias normales, no habría probado un solo bocado de las delicias más tentadoras.
Al anochecer uno de los hombres llegó con tres de las mulas, pero el otro se había perdido tratando de encontrarnos hasta que apareció varias horas después.
Mientras tanto, yo sufría en secreto la dolorosa ansiedad de querer saber dónde iba a dormir. Una habitación oscura y maloliente era todo lo que había en la casa, excepto un cobertizo utilizado como cocina, por lo que era difícil imaginar lo que hasta la anfitriona más ingeniosa podía hacer para que dos invitados de diferentes sexos se sintieran cómodos, por mucha incomodidad que esto causara a la familia.
Para el colmo de mi horror me di cuenta de que, sin tener idea de mis posibles escrúpulos, ella había dispuesto para mí una de las cuatro camas, las tres restantes para las mujeres de la casa, mientras que el señor y Vincent ocuparían las hamacas en la misma habitación.
Con estoico desprecio por la observancia masculina, estas familias nativas se desnudaron, por cierto hábilmente, sin demorarse mucho, y después, junto a su compañero, se pusieron a observar deliberadamente mis preparativos para la noche.
Pueden estar seguros de que estos últimos fueron muy simples. Me quité los zapatos y me solté el pelo, y luego, con mi vestido aún mojado, que afortunadamente era de franela, me metí en la cama que el sirviente había hecho con la ropa que llevábamos con nosotros.
El arreglo nocturno de Vincent era todavía menos sofisticado.
Se desabrochó el cinturón de cuero sobre el que colgaba su revólver, y me lo entregó con una breve orden de que debía usarlo si era necesario. Una sugerencia verdaderamente sorprendente, pero el arma me dio una sensación de seguridad, aunque era tan grande que sabía que con ambas manos en el gatillo, los ojos bien cerrados y la boca firmemente apretada a la usanza femenina, nunca podría hacer que el objeto disparara con tiempo apenas para defenderme post-mortem.
Mientras los palitos de pino ardientes que nos habían proporcionado luz se desmoronaban lentamente en cenizas, oí una voz asombrada preguntando si todas las damas americanas se acostaban con la ropa puesta, a lo que Vincent, que al igual que yo no deseaba hacer o decir nada que pudiera herir los sentimientos de la curiosa, respondió seriamente que era una costumbre nacional.
Por supuesto que no dormí, a pesar de lo cansada que estaba; tenía bastante miedo de cerrar los ojos, y cuando finalmente reuní el coraje suficiente para hacerlo se produjo una serie de perturbaciones que en definitiva alejaron cualquier inclinación al sueño por el resto de la noche.
Primero llegó nuestro hombre, Eduardo, y todos los animales del entorno sintieron el deber ineludible de darle la bienvenida, y así comenzó un ladrido simultáneo de perros, maullidos de gatos, gruñidos de cerdos, cantos de gallos, graznidos de patos, rebuznos de mulas, relinchos de caballos y un parloteo como nunca había oído desde mi niñez cuando “viví en la granja de mi padre en los verdes campos de cebada”.
Cuando esa conmoción se calmó, nuestro anfitrión se hundió en un sueño tan ruidoso que me quedé allí por un momento esperando ver cómo el techo partía en un viaje celestial, y estoy segura de que sólo se salvó de ser desplazado gracias al terrible ataque de tos causado por aquella garganta rebelde. Terminado esto, relató un sueño vivaz, aunque estúpido, que acababa de tener, y luego, una vez más, hubo un silencio reparador.
Sin embargo, no duró mucho, porque al amanecer un vecino llegó hasta la casa para ayudar a matar un cerdo, pero después de un largo debate se decidió que sería mejor hacerlo hasta mañana.
A esa hora el ambiente del campo ya estaba en movimiento y nosotros no tardamos mucho en seguir el ejemplo. Así, cansada, sucia, todavía húmeda por la lluvia de ayer, me levanté para enfrentar las pruebas y tribulaciones del tercer día.
Antes de nuestro sencillo desayuno, me enteré de dos pequeños hechos que dieron nuevo color a mis pensamientos y revivieron mi espíritu decaído.
Uno tenía que ver con la posibilidad de una limpieza impecable, porque Vincent me dijo que tenían un baño en la casa, y debo confesar que no me esperaba encontrar ese lujo en un pequeño pueblo del interior de Honduras.
Además, en Amapala me había despedido con pesar de dos buenos amigos que encontré en el vapor y que iban a la capital por otra ruta, y uno de ellos pasaría por Pespire, el pequeño pueblo donde habíamos estado la tarde anterior.
La buena suerte quiso que Eduardo, en sus andanzas, hubiera ido a una especie de agencia del lugar para indagar si había noticias para nosotros, y había encontrado una carta para mí, dejada por uno de los dos viajeros que nos habían precedido. Estoy segura de que ninguna comunicación del amigo más querido que he tenido fue tan ávidamente recibida y devorada como lo fue esta breve nota, que me llegó como una visión placentera del mundo que había conocido. ¡Dios bendiga al escritor por su amable inspiración!
A las ocho en punto estábamos de nuevo montados, y nos habíamos despedido para siempre, o al menos eso esperaba, de San Juan. ¡Oh, nombres que dan risa! Mientras tanto, mi compañero me había informado que pronto llegaríamos a las montañas, donde yo sabía que me encontraría con la dificultad ecuestre de la que tanto habíamos hablado.
No habíamos andado mucho cuando me di cuenta de que nuestro camino había llegado a un final repentino, porque justo delante de nosotros se elevaba un acantilado empinado y rocoso. En seguida supe que debíamos escalarlo; así que, agarrando mi silla de montar con firmeza, me preparé para resistir mientras la mula hacía el resto. Pero precisamente en el peor momento me di cuenta de que la silla de montar estaba girando, y ningún esfuerzo o habilidad mía podía salvarme de una caída. Vincent me vio en peligro y me gritó que saltara, al mismo tiempo que desmontaba y se apresuraba a ayudarme. Con una breve oración de misericordia, solté todo menos la brida y aterricé en una masa informe, que afortunadamente contenía una cantidad considerable de tejido adiposo, directamente debajo de la mula y sobre un lecho de rocas irregulares.
Mi mula ¡bendita sea! nunca se movió, o sus cascos me habrían aplastado la cabeza o habría sido arrojada al despeñadero.
Sucedió que estaba ligeramente magullada y muy nerviosa, pero tan pronto la silla fue enderezada y sujetada con firmeza, me dispuse a montar y continuar el camino.
No estuve tan ansiosa porque tuve presente el recuerdo de mi primo, aunque Vincent es testigo de que mi caída no había sido culpa mía.
Aprendí durante el día que la palabra española camino tiene un significado muy amplio. Durante kilómetros subimos y bajamos sobre rocas blancas, lisas y deslumbrantes, donde ningún animal en la tierra, salvo una mula de Honduras, podría haber encontrado un equilibrio. Cuando vi un paisaje particularmente accidentado, un desfiladero, un acantilado, donde seguramente nunca había pisado el pie humano, me dijeron que ese era el camino. Ni por un instante pude prever a dónde íbamos. Mantuve las riendas en mi mano, pero nunca pretendí guiar al animal, cuya inteligencia debo admitir era superior a la mía. Cuando íbamos por los bordes de precipicios, tan espantosos que no me atrevía a mirarlos, fijé mis ojos por encima de las orejas que se movían tan complacientemente ante mí, y eso me sirvió para llenarme de valor.
Además, me divertía un poco la convicción de que yo, que hasta entonces no había confiado mucho en nadie, ni siquiera en un hombre, ahora estaba entregando mi excesiva confianza en una mula.
Fue así que anduvimos durante seis horas matadoras, a través de bosques de pinos con los árboles tan separados que no teníamos sombra, sobre rocas tan blancas que casi nos cegaban y con el sol azotándonos con la furia del mediodía.
Luego comenzamos a subir una cumbre casi perpendicular.
Cuando a poco más de la mitad del camino, aparecieron de repente una mula y su jinete en una curva cerrada, y asustaron tanto a mi hasta entonces manso animal que, con un resoplido de rabia, se salió del camino y saltó de roca en roca desde el acantilado de arriba; mientras tanto, yo me aferraba a ella como a una lapa, y en ese momento esperé a que rodáramos en el barranco irregular, cientos de pies más abajo.
Pero una vez más me resigné a una feliz decepción, porque un último esfuerzo nos hizo superar una previsión particularmente peligrosa, y en seguida estábamos en una llanura, ya solo a unas pocas varas de La Breita, nuestro lugar de descanso.
Apenas recuerdo cómo desmonté. Me enderecé con mucha dificultad después de haber estado sentada y entré en una casa tan fresca y limpia que pensé que sin querer había tropezado con el Paraíso. No hace falta decir que pronto estuve en una hamaca, tratando de olvidar, en medio de ese lugar cómodo, cómo me dolían todos los huesos y músculos, cómo una combinación de insomnio, de ayuno continuo y de camino deslumbrante tendía a provocar un terrible dolor de cabeza, y todavía me quedaban tres días del viaje por delante.
Sin embargo, después de almorzar me sentí mejor y comencé a interesarme por lo que sucedía a mi alrededor.
Desde luego, la casa era de esa clase que Bret Harte describe como “esas pequeñas y raras construcciones de adobe, con techos de tejas como láminas longitudinales de canela”, y pertenecía a una familia acomodada, cuyo jefe era un gran propietario de mulas que había acumulado su riqueza transportando cargas desde la costa hasta el interior. Él no estaba en casa, por lo que su esposa, dos hijas, un sirviente y un chico medio tonto de dieciocho o diecinueve años eran los únicos que vivían ahí.
Precisamente esa tarde habían invitado a tres amigas, las dos más jóvenes eran bonitas y, naturalmente, vestían el atuendo típico de su raza, mientras que la mayor desafortunadamente se había dejado contagiar de algunas de las llamadas ideas civilizadas con respecto a su forma de vestir.
Continuará…