En perspectiva: epílogo de Seis días a lomo de mula

Por Amira Stillwell Cole

Traducción de Frances Simán

IV parte

El edificio es destacable, ya que hace muchos años sirvió como un monasterio, cuando los misioneros jesuitas dedicaban sus energías y sus vidas a la conversión de los indios rebeldes.

Tiene ciento cincuenta pies de largo, probablemente un tercio de esto en profundidad, y paredes de casi un metro de espesor. Todo esto se divide en cinco habitaciones, tres grandes que recorren todo el fondo de la casa y se comunican entre sí, y dos más pequeñas, una detrás de la otra, a las que sólo se puede acceder desde el exterior.

Los pisos son de piedra, y me complacía imaginar que muchas de sus partes desgastadas se habían formado por el contacto constante con las rodillas dobladas de los santos e infatigables sacerdotes. El techo saliente de tejas forma una especie de pórtico, como podemos llamarlo, alrededor del edificio, y está asfaltado, como también lo están muchos metros del patio. Más allá, se encuentra una ligera pendiente hacia un río, y un poco más allá se eleva una montaña para limitar el paisaje e impedir que nuestros ojos codiciosos beban de la belleza hasta llegar a un apacible estado de embriaguez.

Fue maravilloso estar acostada en una hamaca y ver cómo el sol poniente daba aquí y allá un prolongado toque de despedida, como si se resistiera a irse y dejar atrás tanto de lo que amaba, y luego, al final del breve crepúsculo tropical, ver coronarse a la bella luna, primero con un cercano halo de gloria y luego con su propia dulzura, la oscura cumbre cuyos contornos se elevaban agudos y claros contra el azul atravesado por las estrellas del cielo vespertino.

Fue una maravilla, digo, deleitarme con este gran poema bucólico, con plena conciencia de que la transición a la prosa podría ser de terror; saber que en una de las habitaciones grandes, frescas y limpias se me preparaba una cómoda cama donde me perdería en una tranquila inconsciencia, custodiada por el santo cuya silueta se podía dibujar claramente en un viejo óleo en la pared, y que, junto con otros dos del mismo tipo, eran seguramente reliquias de la antigua decoración de una capilla.

Así fue, y cuando me desperté por la mañana encontré un enorme recipiente con agua del río junto a una tina poco profunda que fue hecha del tronco de un árbol, mientras al alcance de mi mano estaban todos los artículos necesarios para abluciones placenteras del cuerpo y del alma, era tan perfecta mi satisfacción que no supe cómo expresarla.

¡Hermoso San Francisco! ¡Qué felicidad llenar la casa con veinte amigos escogidos y soñar allí un mes o más de ociosa alegría! Seguramente, después de esos días de dolce far niente, la vida no podría tener una amargura para la que no tuviéramos, por experiencia, un antídoto preparado.

Muy pronto nos vimos obligados a salir de allí porque teníamos por delante un día largo y agotador para escalar montañas.

“Un mal camino”, dijo Vincent, y cuando me lo advirtió me di cuenta de que podía esperar lo peor.

Partimos de nuevo a través de los campos, más allá de la línea divisoria de alambre de púas, cruzamos el río y subimos entre las colinas que conducían a la montaña más cercana. Cuando llegué a la cima más alta, me detuve para echar un último vistazo al valle de Yegnare, a San Francisco que yacía abajo, a San Morano más lejano, a la montaña que se alzaba al fondo, más allá de la que se encuentra Tegacigalpa, y luego me volví con espíritu fortalecido a la tarea que me esperaba.

Para mi sorpresa, salimos a esta altura del bosque para encontrarnos con una extensísima planicie, muy propiamente llamada en castellano La Mesa. Aquí encontramos el camino carretero que va de la capital a nuestro destino y lo seguimos durante un largo trecho. Después de haber salido de La Mesa todo fue sencillamente horrible, así que me concentré en mí misma.

De ninguna manera debe suponer alguien que mi mula y yo nos habíamos reconciliado con nuestra larga compañía. La incomodidad que se convertía en agonía me había enseñado a adoptar más posturas, con gracia o sin gracia, que todos los sistemas combinados de Delsarte y otros fisicoculturistas podrían posiblemente sugerir.

Cada músculo de mi cuerpo había sido utilizado con tanta frecuencia que usar cualquiera de ellos casi provocaba un grito involuntario. La piel se me había desgastado en varios lugares por el constante roce de la ropa o de la silla de montar, dejando llagas muy sensibles, incluso el uso de mis manoplas dañaba mis muñecas.

No hay palabras para expresar lo que sufrí. La tortura había sido menos aguda mientras viajábamos por caminos relativamente llanos, pero aquí íbamos de nuevo “cuesta arriba y valle abajo”, y no sabía cómo podría soportarlo.

Traté de ser valiente, y creo que rara vez salió una queja de mis labios, pero durante ese último día estuve a punto de suicidarme más de una vez por tanto agotamiento físico.

Mi cúmulo de fuerzas reservada resultó ser mucho mayor de lo que yo consideraba razonable, y cada demanda de mayor resistencia fue siempre satisfecha.

Cuando mi mula tenía algún obstáculo particularmente difícil de superar, se le acercaba en silencio y luego, de repente, corcoveaba. Esto era una agonía y si yo no tenía cuidado podía ocasionarme alguna fractura. Para garantizar nuestra seguridad es absolutamente necesario mantener un equilibrio exacto sobre su columna vertebral en la línea que va directamente desde el punto medio entre sus orejas hasta la cola. Esta es a veces una tarea tan gigantesca que no es raro que el cuerpo termine entumecido.

¡Pobre mula! En aquellos momentos en que ella necesitaba de mi simpatía, yo se la prodigaba, pues también parecía estar cansada.

Finalmente, cuando descendía por barrancos empinados, no lo hacía bajando con cuidado de un punto de apoyo al siguiente, sino que golpeaba hacia abajo de forma temeraria, dando una suerte de gruñido, que a veces, por más que yo lo intentaba, no pude evitar acompañar con un gemido que parecía salir de mis propios zapatos. No tenía miedo de caer. De hecho, creo que lo hubiera acogido como un incidente placentero si ambas hubiéramos rodado por un acantilado, terminando así con nuestras vidas.

La hora del almuerzo nos encontró en medio de un bosque de pinos, pero tan escasamente poblado que su sombra era irrisoria. El calor, el hambre y esos pequeños insectos encantadores e insinuantes conocidos como garrapatas no nos hacían precisamente felices, y nos alegramos mucho cuando llegó nuestro sirviente con la comida, lo que prometía un rápido cambio de escena.

Comimos todo lo que pudimos y luego, con todos los nervios revueltos de alegría por el rápido regreso a casa, montamos en nuestros fieles cargadores por última vez.

No tardamos en dejar la abominable pero así llamada carretera, y tomamos un atajo a través de las montañas. No tendría sentido volver a describir nuestros “altibajos” durante las próximas horas. La agonía fue igual de intensa, el escenario fue igual de grandioso y variable, pero hasta donde yo sé, el idioma inglés no contiene palabras con suficiente intensidad para expresar más de lo que ya he repetido y reiterado.

En ese momento surgió ante nuestros ojos una colina no muy distante, y a medida que subíamos más alto pudimos verla más, hasta que finalmente, al pie de una elevada meseta, apareció un conjunto de casas. A través de ese espacio intermedio no imaginaba cómo podía ser el pueblo, pero recuerdo haber pensado que después de admirar esa gloriosa montaña nunca podría sentir nostalgia.

De pronto apareció un jinete que se acercaba rápidamente, y resultó ser otro joven que yo había conocido en los Estados Unidos. Bajo esta doble escolta pasé a caballo por un campamento minero suburbano, crucé la gran plaza atestada de holgazanes dominicales, bajé por otra calle, a través de una amplia entrada a un patio pavimentado, y finalmente me encontré en casa en Yuscarán.

Gente amable me ayudó a desmontar y me condujo a un corredor parecido a una galería que se encontraba arriba lleno de rostros amistosos, y de allí a un salón espacioso que, después de mis experiencias recientes, era como un palacio.

Comprendieron que yo estaba cansada, por lo que no tardaron en llevarme a mi habitación, la cual encontré lujosamente perfecta en todos sus detalles.

En los últimos seis días había aprendido muchas cosas nuevas, pero todavía faltaba para este momento la revelación de lo que podía enseñarme la gratitud. Me invadió una ola de agradecimiento que me hizo caer de rodillas, y desde entonces me he conformado con la alegría de estar viva.

Sí, primo mío, esa mula era peor de lo que tú sabías, infinitamente peor que una rueda, gracias a la que bajé unas veinticinco libras en seis semanas, mientras que en tantos días como esos la mula me redujo a una masa de piel lacerada, huesos fracturados y enloquecedoras picaduras de pulgas. Si tú y mi simpático amigo el capitán se encuentran alguna vez, ¡que la bondadosa Parca ordene que yo esté en otro lugar!

Sin embargo, para los demás no tengo un informe alentador sobre el cumplimiento de sus previsiones.

Mi piel ha sido admirada por su blancura, una cualidad que todavía posee, si se compara con otra. Por mucho que he buscado entre los habitantes de los alrededores no he encontrado a un solo bárbaro. No he sentido ni mareos, tampoco nostalgia por mi hogar. Nunca he estado tan perfectamente sana y ninguna fiebre terrible parece haberme atrapado. No he encontrado ninguna serpiente enroscada dentro de mi zapato por la mañana, ni he descubierto alguna compañera no deseada en la cama durante la noche. A decir verdad, todos están equivocados, menos uno, y ahora van a escucharme.

Hasta que se adopten en Honduras los ferrocarriles, las máquinas voladoras, los globos, las botas de siete leguas, los anillos mágicos de los deseos o algún medio de transporte similar, elijo quedarme aquí y crecer con este país, porque nunca, mientras tenga aliento para oponerme o corazón para tener consideración por mí misma, pasaré otros seis días “a lomo de mula”.

Almira Stillwell Cole (Nueva York, 11 de febrero de 1863 – Yuscarán, 31 de marzo de 1893) fue la mayor de los hijos de los estadounidenses Rodney Cole y Kate Ferguson. Rodney Cole llega a Yuscarán en 1883.

Mientras Almira estudiaba en Nueva York, conoció a Daniel Vicente Fortín Ordoñez (Yuscarán, 6 de marzo de 1870 -Tegucigalpa 15 de abril de 1917), hijo de Daniel Fortín y de Mariana Ordóñez, residentes de Yuscarán y dueños de varias minas en este lugar. Además del trabajo de su padre y de haber conocido a Daniel Vicente, se desconoce si tuvo otros motivos para mudarse a Honduras. Lo cierto es que resuelta (“con toda la seguridad e independencia de una típica joven estadounidense”, como ella se describe) hizo el viaje en 1891 partiendo en un vapor que la llevó desde Nueva York hasta Colón, Panamá, para después llegar al puerto de Amapala, donde se encontró con Daniel Vicente, y algunos ayudantes, así como las mulas en las que se conducirían. En Amapala permaneció dos noches y luego siguió su camino hasta La Brea, pequeño puerto de desembarco en el sur de Honduras donde comienzan los seis días a lomo de mula que culminaron con su llegada a Yuscarán. En estos seis días parten de La Brea pasando por Nacaome, Pespire, Nueva Armenia, y una aldea llamada San Pedro hasta llegar a la hacienda San Francisco (propiedad de los Fortín) en el valle de Yeguare, ahora conocido como El Zamorano, el día antes de su llegada a Yuscarán.

Ella cuenta que pensaba vivir en Honduras cinco años, pero poco duró su estadía ya que la muerte la encontró en 1893, meses después de contraer matrimonio con el también estadounidense, doctor Phillip Mills Jones, que había venido a Honduras en 1892.

Los restos de Almira descansan en lo que se conoce como la loma El Coyote, en el Tejar, primer cementerio protestante de la ciudad, actualmente abandonado. Su esposo Phillip regresó a San Francisco, California, Estados Unidos donde contrajo matrimonio en 1914 muriendo poco después en 1916. Por su parte, Daniel Vicente se dedicó a la ganadería en El Zamorano, al mismo tiempo que administraba las minas de su familia. Fue también diputado por el departamento de El Paraíso en 1895, miembro fundador de la Cámara de Comercio de Honduras en 1890 y ministro de Hacienda y Crédito Público en el gobierno de Terencio Sierra. En 1908 emigró a Nueva York para luego volver a Tegucigalpa donde muere.

Después del fallecimiento de Almira en 1893, sus amigos deciden publicar sus anotaciones con el título de Six Days on the Hurricane Deck of a Mule (The Knickerbocker Press, Nueva York). Sus páginas nos dejan constancia de la resolución con que decide venir a nuestro país y afrontar cualquier dificultad, pese a las advertencias de aquellos que le pintaron un país bárbaro donde podían ocurrirle los sucesos más insólitos. Durante su trayecto, Almira vive con sorpresa, y hasta con pavor, todos los inconvenientes propios de una realidad completamente desconocida, casi bárbara, tan remotamente alejada y ajena a ese mundo pujante y moderno donde ella ha crecido y ha sido educada. El viaje es duro pero fascinante. Le ayudan a sobrevivir con estoicismo su buen ánimo y valentía, su optimismo desbordante, pero sobre todo ese tenaz amor por Honduras.

Frances Simán

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