Una tarde, en Tegucigalpa,
cuando mordía hasta mis neuronas
la incandescencia de un sol canicular,
al escuchar el ruido provocado
por los silbatos y las vuvuzelas
al interior del hemiciclo,
creí ser víctima de una ilusión acústica,
al pensar que el estadio nacional
se había trasladado a ese poder del Estado.
Al ahondar sobre el estridente bullicio
superior a los desfiles de septiembre,
descubrí, de acuerdo al vocabulario utilizado,
que este pueblo, como si fuera rico,
se da el lujo de gastar pólvora en tijules.
Descubrí que había una
insurrección legislativa,
pero no para meterle panes al hambre;
tampoco para rellenar con billetes los bolsillos
de aquellos que bostezan, pero no de sueño.
Me enteré también, que tal insurrección
no pretendía pulir el freno de la impunidad,
para llenar las cárceles de funcionarios corruptos.
Al contrario, confirmé que
la mayoría de sus miembros,
entrenados en las canchas de la politiquería,
son más veloces que un balón
cuando rueda en una grama sintética
al blindar su pasado negro y asqueroso.
Y cuando se descubre
que intereses personales,
de grupo y partido,
son parte de las agendas escondidas
de estas insurrecciones,
llego a la triste conclusión
que mi voto, al que se irrespeta
como un artículo depreciado,
ha servido para instalar
un circo de mala muerte,
donde los payasos, ni entretienen,
ni reparten tampoco pan.
Reinaldo del Jacal
Tegucigalpa, M.D.C.