CLAVE DE SOL: Nuestros abuelos

Segisfredo Infante

En el contexto actual en que los ancianos estorban, o parecieran incomodar a sus familiares, es prudente recordar los roles históricos de los adultos mayores tanto en las vidas particulares como en las sociedades en general. Hubo un tiempo en que los consejos de ancianos desempeñaban funciones de asesoría vinculante en las comunidades; o eran como teas luminosas que orientaban el paso en medio de los caminos desconocidos de los nuevos retoños, audaces pero ciegos ante el porvenir. Todavía perviven consejos de ancianos en diversas comunidades del trasmundo. E inclusive la Unión Europea cuenta en la actualidad con un equipo de “Veinte Sabios” que cumplen con tareas de asesoría en medio de aquel enorme conglomerado de naciones. En Honduras han pasado varias décadas desde que por primera vez propuse la articulación de un tal consejo de ancianos con autonomía al momento de opinar y ofrecer posibles soluciones.

Volviendo al tema específico de los abuelos hondureños, es preciso reconocerles aunque sea tardíamente el papel que han desempeñado en nuestras vidas. Los abuelos, hayan sido mujeres o varones, siempre tenían las puertas abiertas de sus casas o chozas para todos aquellos parientes que por diversas razones y motivos buscaran un refugio. En virtud que la mayoría de la población hondureña ha sido rural, los abuelos siempre contaban con una pequeña labranza en donde aferrar sus existencias. Las de ellos y las de sus familias. Esas pequeñas finquitas han venido desapareciendo con el discurrir de los años, y las casitas que antes albergaban a los hijos, los nietos, los bisnietos e incluso a los amigos, se han derrumbado por descuido de los herederos o por la acción corrosiva del tiempo.

Era reconfortante reunirse con los congéneres en los atardeceres, alrededor de una fogata controlada en donde a su manera se ventilaban las mil y una noches de las experiencias de cada uno de los parientes. O se repetían los cuentos de “Pedro Urdemalas” y los de “Tío Conejo” y “Tío Coyote”. O las aventuras de un supuesto “Quevedo”, haciendo alusión indirecta a la obra del escritor español. Los cuentos de aparecidos eran los que más abundaban en la medida en que avanzaba la noche. Los visitantes se despedían con un machete medio afilado o con un hachón de ocote por cualquier eventualidad en el camino de regreso a sus casas.

Hubo un tiempo de mi juventud, cuando trabajaba en Extensión Universitaria, en que viajé bastante por casi todo el territorio nacional, y tuve la oportunidad de vivir y escuchar de viva voz las experiencias de los abuelos trabajadores, quienes después de sus jornales se acomodaban en unas hamacas y se hacían rodear de sus nietos y bisnietos, a contarles las fantasías elaboradas en sus imaginarios. O a referir experiencias concretas cuando tuvieron que trabajar en las compañías bananeras o arriar ganado vacuno o partidas de cerdos por senderos ignotos. Cada caminata ofrecía un testimonio como para escribir una novela o un conjunto de relatos sabrosos.

La mayoría de estos abuelos y tíos abuelos eran analfabetos pero poseían en su fuero interno la sabiduría popular. Ellos sabían cuándo era la luna correcta para cortar un árbol, construir una casa, ir de pesca o sembrar el maíz y los frijoles. En mi caso particular recuerdo claramente a mi abuela materna (una auténtica matriarca) que por haber quedado viuda a temprana edad tuvo que ingeniárselas en dirección a mantener a sus seis hijas mujeres y a un hijo varón, hasta crear un pequeño “capitalito” hogareño. Mi abuela (huérfana de madre) apenas pudo cursar el tercer año de educación primaria. Pero me consta que poseía conocimientos de tercero de ciclo común o primero de bachillerato. Creo que antes la educación primaria era más esmerada. O más rigurosa. También me consta que a la matriarca le encantaba leer todo lo que estaba a su alcance. Tío Alfredo López, quien se desempeñó por un tiempo en el mundo de la diplomacia hondureña, le enviaba la revista “Bohemia” desde Cuba y la revista “Life” desde Estados Unidos. Tío Alfredo cayó en desgracia en las esferas gubernamentales y le confesó sus penurias a Rafael Heliodoro Valle, según consta en un texto que publicó el gran polígrafo de América.

Nuestros abuelos y tíos abuelos apoyaban directa o indirectamente a sus descendientes más cercanos o colaterales en la medida de sus posibilidades. En el caso de mi linaje materno el gran apoyo fue tío Rosendo López Osorio Cubas (posible pariente lejano de Froylán Turcios), quien desde Catacamas se llevó a vivir a mi madre y a otros parientes suyos a la costa norte catracha. Mi madre vivió como hija de crianza de una prestigiosa familia ligada a las compañías bananeras. Más tarde trabajó en el “Casino Sampedrano” y ahí conoció a mi padre, quien falleció cuando yo todavía era un niño. Pero esta última es una historia aparte, que ya la he relatado, a medias, en otros artículos.

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