Por el Dr. José Reina Valenzuela
La Sociedad de Geografía e Historia de Honduras, como un acto de justicia y de recuerdo, coloca hoy en su Salón de Honor el retrato del Doctor Don Félix Salgado, prominente historiador, abogado, maestro y uno de sus socios fundadores.
Fue fecunda y elevada la misión que cumplió en la vida nuestro noble amigo; para recordarla, merecía de sobra un elogio apropiado a su labor. Aunque mis palabras tan llanas y desprovistas de armonía no cumplan cabalmente este propósito, pretenden, ser con profunda sinceridad la expresión justa con que se hace memoria de los méritos de aquel amigo que supo disimularlos con una extrema modestia tanto en su apariencia como en su manera de tratar y hablar, cualidad esta que es muy propia de las personas de elevada cultura y pura moral.
Nació Don Félix en un hogar humilde el 17 de noviembre de 1872 en esta ciudad y creció al cuidado amoroso de su madre, Doña María de los Ángeles Salgado, de quien recibió las primeras enseñanzas del alfabeto y la doctrina cristiana.
Cuando contaba 10 años de edad, ingresó en una escuelita que por entonces funcionaba en el Barrio La Hoya bajo la dirección del señor Don Miguel Oquelí Bustillo y en ella cursó los estudios de primaria, pasando en abril de 1886 al Colegio Eclesiástico de Tegucigalpa, que dirigía su padrino, el Presbítero y Licenciado Don Ernesto Fiallos, insigne educador y santo sacerdote. De ahí egresó después de haber hecho el «Curso Preparatorio», que entonces equivalía al Bachillerato.
Terminados sus estudios de leyes en 1898 al recibir el Título de Abogado que le otorgó la Corte Suprema de Justicia, entró en la carrera judicial y poco tiempo después se trasladó a Santa Rosa de Copán para ejercer como Juez de Letras. Fue importante miembro del Foro y socio fundador de la Sociedad de Abogados, desempeñó desde el cargo de Fiscal hasta el de Magistrado del más alto Tribunal de Justicia de la República. Su corta actuación en estas cargas se caracterizó por su apego a la ley y a los fundamentales preceptos humanos de justicia sin violencia y con equidad.
Pero no eran ciertamente las Ciencias Jurídicas que le avasallaban, las que iban a forjar en el crisol de las privaciones a aquel perseverante que quedó, para siempre, en la historia de Honduras como el crítico alumno del excelso mentor Monseñor Fiallos, las que habrían de absorber todo su potencial de energías creadoras.
Sentía la necesidad impostergable de transmitir sus conocimientos, de moldear a las nuevas generaciones con los valores y principios que tanto defendía. Su vocación lo llevó a buscar la manera de combinar su vasta erudición con una pedagogía accesible, que llegara tanto a los corazones como a las mentes de sus estudiantes. Para él, educar no era sólo una profesión, sino una misión trascendental en la construcción de un futuro mejor para la patria. Su inteligencia y su cultura, abrazó la carrera del magisterio.
En 1892, cuando recibió su grado de Bachiller, había enseñado en el Curso Preparatorio del Colegio Eclesiástico las asignaturas de Historia y Geografía y, poco a poco, desde entonces, todas sus energías fueron dedicadas al estudio de estas importantes materias. Así le vemos colaborar con su gran amigo y maestro el Benemérito Don Esteban Guardiola en el Colegio «El Porvenir», sirviendo estas cátedras y la de Economía Política. En 1899, la Municipalidad de Comayagüe la encargó de la Dirección de la Escuela Pública de Varones en donde actuó hasta 1901, pasando al año siguiente a la ciudad de Marcala para dirigir el Colegio «La Educación» clausurado a fines de 1902 por falta de medios económicos para sostenerlo.
Años más tarde, en 1911, se le confió la Dirección del Instituto Nacional de esta capital, sirviendo en él las asignaturas de Historia y Geografía Universal, de Centroamérica y de Honduras, materias que enseñó también en el Colegio Militar que dirigía entonces el Coronel Don Luis Oyarzún.
El amor, mágico sentimiento que todo lo embellece, tocó también las fibras de su corazón, y el 4 de marzo de 1916, llevó al altar a la que había de ser su compañera, la Señorita Chepita Uclés, con quien formó un hogar modelo. En ese refugio de paz disipó preocupaciones y temores; de él sacó fuerzas para la cotidiana lucha y, si bien no tuvo la fortuna de procrear su descendencia, vio compensada con creces esta falta, con la ternura con que supo rodearle su inseparable compañera.
Su actividad docente se hizo sentir en casi todos los centros de enseñanza de la capital sirviendo las materias de su especialidad hasta jubilarse en 1930 con una asignación de doscientos lempiras, pero nuestra incomprensión e ingratitud veía demasiado crecido aquel estipendio que, después de 38 años ininterrumpidos de docencia, no era más que una retribución a sus sacrificios y desvelos y, sin explicaciones, le fue reducido a la exigua suma de noventa lempiras que no alcanzaban a cubrir los gastos más ingentes.
El viejo maestro, cuando más necesitaba de quietud y de comprensión, se vio obligado a retornar a las antiguas labores y, como escribiera el Profesor Don Martín Alvarado R., con patética expresión de amargura: «volvimos a ver a Don Félix yendo de un Colegio a otro, calladamente, con sus libros inseparables, mudos testigos de las preocupaciones y los anhelos del viejo mentor». Así continuó por el camino que había escogido, unas veces separando abrojos y otras, confortándose con la sonrisa franca y cordial, admirativa y grata, de la juventud que le dispensaba un leal afecto.
La fatiga de la lucha venció al fin su organismo y aquella vida útil, ordenada y ejemplar, rindió el tributo natural a la madre tierra el 20 de septiembre de 1945, perdiendo la República a uno de sus abnegados hijos y la juventud a un maestro ejemplar.
He narrado brevemente los rasgos sobresalientes en la vida del Doctor Don Félix Salgado y cabe preguntar: ¿Cuál fue la proyección de su obra? Ciertamente, Don Félix desarrolló una gran labor de investigación histórica que divulgó en numerosos trabajos aparecidos en Revistas, Folletos y Boletines, en donde condensó su experiencia, pero fue en sus libros didácticos y en su narración expositiva de cátedra, en donde dejó la expresión más elocuente de su talento.
En 1928 publicó el «Compendio de Historia de Honduras»; al año siguiente, la «Geografía de Centro América» y en 1941, la tercera edición de los «Elementos de Historia de Honduras».
Esos trabajos demuestran el inapreciable servicio que el Doctor Salgado prestó al país, enseñando a la juventud, defendiendo la soberanía nacional y despejando los caminos misteriosos de la Historia con la única idea y propósito de ayudar a formar una conciencia pública, capacitada para elevar a la Nación a los planos de mayor altura.
Antes de él, muy pocos se habían dedicado al estudio de la Historia Patria, pero ninguno a tomar esta disciplina como profesión o especialidad con fines docentes.
Quizá no dio a sus relatos el maravilloso matiz con que los estilistas suelen hacer sus narraciones; tal vez no hizo, en ocasiones, el análisis de los acontecimientos con el sentido genético que esta ciencia exige Bernheim, pero sí fue evidente que abrazó con devoción la enseñanza de estas materias y que logró, con su exposición sencilla y ajustada a la prueba documental, la finalidad básica de la Historia Pragmática, cual es la que se alienta en propósitos educativos y moralizadores tal como la concebían los clásicos desde Tucídides y Polibio, sin que por ello carezcan sus escritos del espíritu que investiga los hechos tratando de ajustarlos a los seres humanos en sus actividades colectivas con relación a su época.
Fue su devoción a la docencia, su perseverancia y su afán de investigar el pasado para darlo como ejemplar lección a los futuros ciudadanos, lo que más se hizo notorio en su vida de maestro y por ello, y por muchas otras cualidades que adornaron su existencia, la Sociedad de Geografía e Historia de Honduras, rinde a su memoria este homenaje póstumo que la honra mucho y que nos permitirá, de hoy en adelante, tenerlo aquí presente, en este retrato que perpetuará su recuerdo como símbolo del trabajador inteligente y honesto, del amigo sincero, del fiel cumplidor del deber, cualidades todas que fueron bien notorias en su persona.
He dicho.
Tegucigalpa, D. C., abril 17 de 1958.